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La inflación es una pesadilla eterna

Hugo Chumbita

No hace falta explicar a nadie las calamidades que apareja la inflación, un fenómeno que perturba cualquier actividad productiva y nuestra vida cotidiana, licuando el poder adquisitivo de la moneda, acarreando un persistente malestar y un infinito derroche de energías sociales. ¿Por qué este flagelo constante para los argentinos?

Los lectores podrán percibir que soy historiador, no economista, y tal vez me agradecerán que trate de traducir y simplificar la terminología de los especialistas para llegar a cierta interpretación de los problemas que vivimos. Observemos ante todo que la inflación es un problema de precios, o sea de dinero, que está hoy estrechamente ligado al valor del dólar, como un símbolo de la dependencia económica del país. Pasando por alto la compleja historia anterior de inflaciones y deflaciones en la Argentina, veamos cómo esto empezó a convertirse en un dolor de cabeza recurrente.

En la década del primer peronismo, según las técnicas usuales para medir la inflación, fue del 206 %; por lo tanto, lo que en 1946 costaba 100 pesos aumentó a unos 300 pesos en 1955, mientras el dólar, que cotizaba a 4 pesos, pasó a costar algo más de 30 pesos. A lo largo de las dos décadas siguientes, el índice inflacionario y el dólar, siguieron en ascenso continuo, con agudos saltos y vaivenes que sería engorroso detallar. Hasta la dictadura del Proceso, que en siete años y medio sumó una inflación de casi 2.000 %; la cual fue heredada por el gobierno de Alfonsín, durante el cual se aceleró en números redondos a un 4.800 %. En estas etapas, las redenominaciones de la moneda nacional tornan confuso seguir la evolución del dólar, cuya unidad en 1989 equivalía a unos 500 pesos de entonces.

El caso es que con los saltos hiperinflacionarios, en el período menemista la inflación llegó al 2.400 %, aunque en 1991 se logró frenarla con la convertibilidad (1 dólar=1 peso); de tal manera que, hasta en el bienio de De la Rúa, el índice se redujo a cero. Claro que, tras el colapso del 2001 y la salida de la convertibilidad, la inflación –y la suba del dólar− se reanudó lenta e inexorablemente. En doce años de los Kirchner tuvimos 281 % de inflación, y en lo que va del gobierno de Macri ya está superando el 200 %, con el dólar trepando a las nubes.

¿Quién tiene la culpa? El gobierno, dice el sentido común. Retrospectivamente, el elenco del gorilismo culpa a Perón. La ortodoxia monetaria atribuye la inflación a la emisión de billetes. Los economistas neoliberales ven las causas en la lucha de los sindicatos, la voracidad impositiva o el déficit fiscal. Otros economistas señalan la puja por las rentas o los ingresos entre diversos actores sociales. Los empresarios le echan la culpa al Estado, los partidos de izquierda a la especulación capitalista, mucha gente se lo reprocha a los comerciantes, la derecha lo achaca al populismo, y en particular los voceros macristas se disculpan endilgándola a la política de los últimos 70 u 80 años. Casi todos ellos tienen alguna cuota de razón, sin agotar la explicación del enigma.

En efecto, la problemática inflacionaria y su actual conexión con el dólar se remontan a la década de 1940 y al desarrollo industrial del peronismo. Sin duda el crecimiento de la industria produce trabajo, plena ocupación, mejores salarios y bienestar social, pero también hay que advertir que, en un país como el nuestro, configuró una “estructura productiva desequilibrada”. Con algunos antecedentes que salteamos, esta noción fue acuñada por el ingeniero Marcelo Diamand, un empresario experimentado que se dedicó a los estudios económicos, a quien tuve el placer de conocer y escuchar. Su planteo no es difícil de comprender y proporciona una buena explicación, entre otros misterios de las economías periféricas, al tema que nos preocupa: nuestra estructura productiva padece un desequilibrio, debido a las distintas velocidades de productividad de dos sectores principales, el agro y la industria. El agro vende alimentos al exterior cobrando divisas (dólares), y en el interior tiende a elevar sus precios al nivel internacional, generalmente más alto; mientras que nuestra industrialización sustitutiva de importaciones −tardía respecto a los países desarrollados y con menor autonomía tecnológica− exporta poco y necesita importar equipos e insumos, de manera que su crecimiento incrementa la demanda de divisas. Cuando la oferta de dólares que ingresan al país resulta insuficiente –por esa u otras causas coyunturales− sobreviene una crisis recesiva, que conduce a la devaluación del peso, y ello aumenta el precio de los artículos que tienen componentes importados, arrastrando a los demás precios internos. Entre otros efectos perversos, con la repetición de esa secuencia la inflación se torna estructural.

El gobierno de Perón manejó estas cuestiones controlando el comercio exterior, principalmente a través del IAPI (Instituto Argentino de Promoción del Intercambio), que destinaba una parte de los ingresos por las exportaciones agrícolas a financiar la industrialización, y regulando los permisos de importación. No pudo sin embargo evitar, a partir de 1948, ciertos desequilibrios que empujaban el alza del dólar y de los precios internos, aunque la inflación fue más que compensada por aumentos de salarios.

Los problemas se tornaron cíclicos después, con el progresivo desguace de los controles del Estado peronista, en medio de tironeos y recaídas por la presión de los intereses agroexportadores, y por otro lado la penetración de capitales extranjeros en las industrias y servicios. Las devaluaciones del peso para favorecer la exportación desfavorecían a la industria, generaban inflación y motorizaban las demandas sindicales. El dilema es que si el dólar está alto, los exportadores agrarios ganan y tienden a producir más, pero el costo de vida sube, y las empresas industriales se resienten por dificultades para importar; y si el dólar está barato, el agro gana menos y produce menos, a la vez que la industria se resiente por la competencia de manufacturas importadas. Expuesto al juego de los mercados, no hay un punto de equilibrio que evite estos desbalances.

La clave de una política económica eficaz es el control de cambios, es decir la regulación estatal del valor del peso respecto al dólar, administrando con sumo cuidado esta relación y otras variables –como los impuestos, retenciones y reintegros− para atender las necesidades de evolución de cada sector productivo, sin perjudicar el nivel de vida general. La solución más lógica que se ha ensayado son múltiples “tipos de cambio” oficiales, de manera que el Estado compre y venda los dólares que ingresan al país con distinta cotización según su procedencia o su destino. Ello requiere una delicada sintonía fina de los funcionarios del gobierno, estudios apropiados, planificación y consensos sectoriales.

Por eso las políticas económicas liberales y neoliberales, inspiradas por los países dominantes, fracasan en nuestra realidad. No sirve la teoría clásica que se enseña en Harvard y en nuestras universidades empresariales. No sirven las comparaciones con otros países, desarrollados (Estados Unidos, Europa) o subdesarrollados (Chile, Perú), que tienen otra estructura productiva. Los economistas y los empresarios que no entienden el problema del desequilibrio estructural no aciertan a entender lo que ocurre. La “libertad de los mercados” es una utopía contraproducente: los mismos dueños y gerentes de las empresas que deploran las regulaciones también terminan reclamando –“hagan algo”− la intervención del gobierno para salir de las crisis.

Los conocidos “remedios” neoliberales –desestatizar, desregular, ajustar, desindustrializar− condujeron a la recesión, la desnacionalización de empresas, el crecimiento de la deuda pública y la hipertrofia financiera, la desocupación y, como “daños colaterales”, la anomia social, marginalidad y delincuencia. En nuestro país periférico, la fuga de capitales hacia otros mercados, que se alimenta por las ganancias de las empresas extranjeras, la especulación y la desconfianza en el sistema, agrava el “estrangulamiento” o “cuello de botella” de la escasez de divisas, creando un círculo vicioso; y la consiguiente inflación, aunque beneficia a algunos, termina agobiando a todos.

La política del kirchnerismo, con independencia del poder de los grandes grupos económicos, pudo refrenar las tendencias más perversas del sistema y, en un período muy favorable para nuestras exportaciones en los mercados globales, obtener recursos −mediante las “retenciones”, impuestos que se han aplicado desde siempre− para distribuir ingresos y mejorar el nivel de vida popular, estimular el mercado interno y recuperar las posibilidades industriales; pero cuando la reacción del capitalismo norteamericano revirtió aquellas tendencias favorables abatiendo los precios de los productos primarios, la ofensiva interna y externa contra los movimientos populares sudamericanos logró erosionar los avances anteriores y reinstalar, también en Argentina, un gobierno de empresarios sumisos a la estrategia neocolonial.

El macrismo, si bien vaciló al comienzo en aplicar todo el recetario neoliberal, adoptó un dogma ideológico políticamente suicida al desregular tanto la entrada y salida de capitales como los precios y tarifas de productos y servicios esenciales, dejando expuesto el sistema económico a lo peor: las corridas cambiarias hacia el dólar y el desborde inflacionario. Las demás medidas, rediseño regresivo de impuestos, ajustes en seguridad social y un monstruoso endeudamiento, refuerzan la ruta hacia el abismo. No tienen más que excusas y mentiras para disimular la catástrofe, y seguramente van a tener su castigo, pero toda la sociedad está pagando las consecuencias.

Sin embargo, nuestro país ha superado crisis peores, y la “macrisis” es una contundente lección sobre lo que no hay que hacer. Es inevitable que se produzca una rectificación. Las soluciones vendrán, esperemos, de la mano de un gobierno que −retomando la línea histórica del peronismo y la actualización que representó la experiencia kirchnerista−, articule un nuevo orden sobre las ruinas del caos: controlar el comercio exterior, los movimientos de capitales y los servicios públicos e insumos estratégicos, para sofocar el incendio inflacionario y administrar el dólar, como condiciones para recuperar el dinamismo de la economía nacional y realizar el reparto equitativo de sus frutos.